El agente literario ¿un simple intermediario?

El agente literario ¿un simple intermediario?

 Guillermo

Qué tristeza sentí al leer una entrevista reciente, en la que una colega decía “los agentes literarios somos intermediarios entre el autor y el editor”. Tristeza porque no creía que ningún agente pudiera pensar así, y más tristeza aún porque adopta con naturalidad el discurso que desprecia “la intermediación”, por no ser un concepto de la nueva economía, esa que se dice colaborativa, en la que la colaboración consiste en que muchos tienen ingresos miserables, para que unos pocos se enriquezcan. Como si la empresa de distribución más grande del mundo no fuera, justamente, un intermediario gigante.

Fuente original:

El blog de Guillermo Schavelzon | La edición, el libro, los escritores.

Aunque sea cierto que, cuando el agente ofrece un manuscrito a un editor, podría decirse que está haciendo de intermediario, creer que ese acto sencillo define la función, es ignorar la larga y compleja génesis, y el futuro ídem, del trabajo que un agente literario hace con el autor.

Hay un mito urbano, que viene de la época de oro de Carmen Balcells, cuando logró que los autores latinoamericanos y españoles cobraran, por primera vez, un anticipo al entregar un manuscrito, como hacía mucho que así sucedía con los anglosajones. Ella sabía que el anticipo sería todo, y difícilmente volverían a cobrar. Hoy esto ya no sucede, los autores cobran sus regalías por las ventas, en este sentido, la informatización de las empresas, todo lo cambió.

El anticipo ya no es lo más importante del trabajo de un agente.

El margen de posible negociación se ha reducido, y desde que las cifras reales de ventas no se pueden camuflar, el anticipo, la cantidad de dinero que se adelanta al autor, se rige por unas sencillas reglas aritméticas, basadas en cuántos ejemplares se vendieron de su obra anterior, o cuántos cree el editor que podrá vender, siempre con la prudencia que exigen las decisiones intuitivas.

Es curioso cómo una editorial evalúa el éxito o el fracaso. Si un editor decide un tiraje de 12.000 ejemplares de un libro, y se venden 8.000, se considera una operación fracasada (sobraron 4.000, que habrá que contabilizar como pérdida). En cambio, si se hace un tiraje de 6.000, y se venden todos, habrá sido una operación exitosa. Para el autor es diferente: en el primer caso cobrará por la venta de 8.000, y en el segundo de 6.000, un 25% menos. En el primer caso quizás a ese autor no le publiquen el siguiente libro, y en el segundo ejemplo, aunque haya vendido menos, probablemente sí. Esta forma de evaluar los resultados ¿quién se la podrá explicar a un autor para que la entienda, si no es su agente literario? ¿quién le sugerirá cómo seguir?

Todo lo demás, fuera de negociar el anticipo, como el ejemplo de no dejarse entusiasmar por un tiraje alto sin conocer los riesgos que implica, es mucho más determinante para el futuro del autor: que el contrato no le exija entregar el próximo libro de forma obligatoria, definir quién gestionará las traducciones, quién se ocupará del cine y la televisión y cuánto le cobrarán por ello, así como los años de duración del contrato, evitando las “renovaciones automáticas”, y aplicando el principio de reciprocidad en los compromisos (obligación de explotar todos los derechos, formatos y territorios que se exijan).

Otra situación cada vez más habitual, es acompañar a los “autores huérfanos”, como llaman los estadounidenses a aquellos que, cuando se publica su libro, ya no está el editor que, con todo entusiasmo, lo contrató.

…el agente en estos días suele ser el único elemento estable en la vida de los autores, ya que muchos editores han migrado de editorial, y al cabo de pocos años lo vuelven a hacer, cambian de empresa porque no tienen otra forma de progresar. (Literary Agents. A Writer’s Introduction, John F. Baker, de The New York Times)

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Si la función del agente fuera solo negociar el anticipo, la mayoría de los autores lo harían directamente, y habría cada vez menos agencias literarias. Sin embargo, en el Agents Centre de la feria de Frankfurt, el número de mesas de agentes se ha duplicado en tres años, pasando de 400 a 800, y hay lista de espera. En cambio, el número de stands de editoriales que exponen, y el total de metros cuadrados que ocupan, viene reduciéndose año con año desde hace diez. Han cerrado un edificio de cuatro pisos completo, por falta de demanda. Un editor alemán -de una de las grandes casas tradicionales-, declaró en el Publishers Weekly que el 90% de su tiempo transcurre en el centro de agentes, donde se concentra su principal actividad: encontrar qué contratar.

“¿Es necesario un agente? Sí, si y (la mayoría de las veces) sí. Un agente no es tan difícil de encontrar, pero dar con el adecuado te puede cambiar la vida” (Colum McCann, 50 consejos para ser escritor, Seix Barral, 2018)

Antes de ofrecer el manuscrito a una editorial, el agente lleva meses, y a veces años trabajando con el autor, hablando del proyecto, comentando los avances o las detenciones, leyendo fragmentos, haciendo sugerencias, buscando el mejor título, y entre tanto diálogo y comunicación, el tiempo va transcurriendo y las relaciones se van profundizando, personalizando. Cuando los amigos y la familia ya están agobiados y dicen “basta, por favor” ¿con quién podría un escritor hablar de estas cosas, si no es con su agente? Yo lo considero algo normal.

“comprender cómo funciona un texto escrito, cómo funciona la cabeza de un escritor, qué amalgama y qué conjunto de ideas y de valores, qué aspiraciones y qué conflictos han creado al individuo que escribe” (Alfonso Berardinelli, Leer es un riesgo, 2016)

Una agente de Nueva York, muy irritada, publicó hace años un artículo con afán pedagógico en el Writer’s Diget’s, una revista para escritores, titulado “I am your agent, not your mother”. Poco después abandonó la profesión.

El agente tiene que saber escuchar. Un intermediario puede no responder a los mails, un agente no.

“agenciar es entender lo que es escribir y ser escritor, entender los cambios en el mundo de los libros, y entender al otro. Entender todos estos procesos ayudará a disminuir las ansiedades inevitables que soportan los autores” (Michael Larsen, Literary Agents,  John Wiley & Sons, 1996)

El editor de un autor con agente, nunca recibiría una carta como esta:

“Que una editorial tan importante y tan responsable como la suya [se refiere a la prestigiosa casa Suhrkamp] no haya podido vender más que mil cien ejemplares es tan absurdo que nadie puede creérselo si lo digo, porque si, completamente solo, fuera con mi mochila por el país, vendería más con toda seguridad. La decepción es enorme…”(Correspondencia entre Thomas Bernhard y Siegfried Unseld, Cómplices, 2012).

Pese a tratarse de uno de los mejores y más notables escritores del siglo veinte, pienso que es poco probable que Bernhard tuviera razón.

“Encuentro insensato y más que estrecho de miras que durante meses no me envíe noticias… Cada vez más me imagino a la editorial como una anónima potencia enemiga”. (Bernhard a Unseld)

Estos reclamos, producto de reacciones impulsivas, de malos momentos, son siempre amortizados, matizados, y mediados por el agente, de manera de que no lleguen nunca al editor, evitando un daño innecesario en una relación que el agente se ocupa de cuidar.

Es bastante habitual que los autores firmen contratos sin leerlos, ni hacerlos leer por un especialista. El entusiasmo por ser publicado hace creer que, firmar sin leer, es un gesto de confianza ciega ante el editor. Lo que no se piensa en ese momento, es que no están firmando con su editor, sino con una empresa, una Sociedad Anónima, muchas veces una multinacional, en la que mañana podrá tener -seguramente tendrá-, otro interlocutor. El agente redacta los contratos, no hay sorpresas como esta:

Estimado Dr. Unseld: La lectura detenida del contrato de “La calera” que he firmado en Fráncfort, hace que retire mi firma de ese contrato con efecto inmediato. Hay frases en él que no puedo aceptar de ningún modo y le ruego que considere mi firma como inexistente” (Bernhard a Unseld).

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“Su agente puede ser el único elemento estable de su carrera” (Michael Larsen)

Cuando el libro está por salir, la comunicación se acelera, cargada de ansiedad: se acerca el momento donde la creación trabajada tanto tiempo en soledad, será expuesta al lector, se perderá el control, no sabremos quiénes la leerán. La preocupación por el lanzamiento, por la fecha de publicación, luego por las librerías que no tienen el libro, porque la gente de prensa no responde los mails, por la edición o distribución en otros países, por los viajes a ferias y a festivales literarios, porque un amigo lo pidió en una librería y le dijeron que estaba agotado, son cosas de todos los días en la relación del agente con su autor.

Sin embargo, las cosas en general funcionan, van saliendo traducciones, invitaciones a ferias y festivales. Nunca a la velocidad ni en la cantidad deseada, pero eso es porque el deseo no tiene límites, solo genera necesidad de más deseo. Como gestionar el deseo es un imposible, a veces solo escuchando se logra la paciencia para comprender y esperar. El problema es cuando el deseo, casi sin darnos cuenta, se transforma en demanda, y esta genera malestar.

Cuando un libro funciona bien (cinco de cada cien), surgen posibilidades de cine o televisión, negociaciones harto complejas, los productores, que podrán invertir cinco millones de dólares en una película, le proponen 25 mil al autor. En televisión también es así, cada episodio de una serie cuesta cerca de un millón de dólares, y al autor del libro le proponen tres mil.

De cada cien libros publicados, solo cinco se venden bien

Si cinco de cada cien tienen éxito (de venta) ¿alguien ha pensado qué sucede con los autores de los otros 95? No vivimos un buen momento, cada vez se lee menos, pero curiosamente, cada vez se escribe más. Cuando un editor sube a Instagram una selfiede su cena con un autor famoso, siempre pienso ¿qué sentirán los otros noventa y cinco, con los que no cenó, ni se fotografió?

El agente también lleva la gestión administrativa de su autor, recibe liquidaciones, en las que suele haber errores, en contra o a favor. Una editorial grande emite miles de liquidaciones por año (Gallimard, 27.000), son procesos totalmente mecanizados, y cuando hay errores, se requiere de una revisión manual, un trabajo que ya casi no existe, una especie de reconstrucción antropológica de los movimientos de ventas y devoluciones de un año. Varias veces escuché en alguna editorial que preferían pagar la diferencia reclamada, antes que tener que hacer una revisión manual

Agentes y editores hablamos muy seguido de dinero, lo hacemos con todo el equipo administrativo de la editorial, hasta resolver las cosas, lo que puede llevar meses. Pero no se lo contamos al autor, y si es posible, tampoco al editor.

 “¿Cuándo eliminaremos de nuestra correspondencia y relación, la tediosa cuestión del dinero?” (Unseld a Bernhard).

Van y vienen liquidaciones, van y vienen facturas, certificados fiscales para evitar retenciones. El agente ayuda al autor en sus gestiones bancarias, le asiste para abrir una cuenta, le brinda asesoramiento fiscal.

Los viajes son otro tema, ese oxigenarse tan esperado por todo escritor, las invitaciones a ferias o festivales a presentar un libro o hablar de su obra, implican horas de coordinación, ver por qué compañía conviene viajar, en cuáles acumula puntos, en qué hotel se alojará, ¿puedo ir con mi marido, o con mi mujer?

“yo me ocupo de las relaciones públicas, de la distribución, de las giras de los autores, y tengo que aprender planificación financiera…” (Jane Distel, agente en Nueva York).

Volviendo a los mitos urbanos, mucha gente se imagina a los editores leyendo todo el día, en cincuenta años en el sector no conocí a uno solo que lea en su oficina, se llevan los manuscritos para leer en casa. Cuando mi mujer puso una exquisita librería en Buenos Aires, los amigos decían “qué fantástico, se la pasará leyendo”, fueron los años que menos leyó, abría y cerraba cajas, perdimos los sábados como día libre, y la navidad, y el fin de año, porque eran los días que más horas había que abrir.

Los editores y las editoras, esos que todo el mundo imagina leyendo manuscritos y comiendo en buenos restaurantes con autores o con candidatos a serlo, reciben del agente muchas cosas algo cocinadas, pero… tienen que ocuparse de terminar bien la cocción.

Las empresas editoriales tienen muchas demandas internas, cuánto más grande es, peor. Un editor me confesó que dos tercios del día se lo pasa en reuniones poco productivas. Entonces, leer para elegir qué publicar -lo esencial de su trabajo- queda para después. ¿Cuántos años se aguanta esta situación? Los chicos vuelven del colegio a las cinco de la tarde, algún día le gustaría estar en casa cuando lleguen, o llegar para bañarlos… ¿y el pediatra, el dentista, la espera en urgencias cuando tienen fiebre?

En medio de este torrente de cuestiones para-literarias, como dice Piglia, y sobre las que la editora Michi Strausfeld hace años prometió un libro, el agente, igual que el editor, anda dando vueltas constantemente, respondiendo mails a las once de la noche, contestando los WhatsApp los siete días de la semana.

No me parece que a todo esto se lo pueda simplificar, denominándolo “intermediación”.

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