El cepo al libro

El cepo al libro.

Por Monica Yemayel | perfil.com. 17/05/2014

Esta tarde voy a comprar velas. ¡A ver si con una ayudita finalmente sale, coños!”. El mail de la ejecutiva de una prestigiosa editorial española llega a la computadora de la ejecutiva de una prestigiosa importadora y distribuidora de libros argentina. Lo que ambas quieren que salga no es el sol, aunque llueve aquí y allá. Lo que necesitan que salga es la “dejai”. Y es que, desde hace poco más de dos años, para importar bienes –también culturales– hay que presentar una Declaración Jurada Anticipada de Importación, DJAI, y obtener su aprobación.

“Mi día puede empezar así: cargo la DJAI con el pedido de los libros que necesito importar –dice la ejecutiva argentina– y el sistema me responde automáticamente: ‘DJAI denegada’. Entonces ingreso a la página ‘Reclamos’, pero el sistema automáticamente se cae: no responde. Intento una, dos, tres veces; si es mi día de suerte, logro cargar el reclamo”. Después de eso, espera tres días, y si no le responden, da aviso a la cámara del sector para que insista. “La respuesta, positiva o negativa, suele llegar en diez días. O pueden pasar meses. No hay una norma que prohíba importar, pero el sistema es dilatorio y discrecional”.

Cuando la ejecutiva argentina consiga validar la DJAI y recuperar la serenidad –prepara la gira de prensa de un autor latinoamericano celebrado internacionalmente y todavía sus libros no llegaron al país–, una segunda misión la pondrá a prueba. Esta vez, el trámite es bancario y consiste en preparar un legajo con la documentación exigida para respaldar el giro de divisas al exterior, aunque sólo sean mil dólares. “Ya nos veremos en la Feria del Libro –dice al despedirse, y prefiere que no se mencione su nombre–. Stand tendremos; libros, veremos cuáles”.

Infernal, confusa, discrecional, costosa. Es difícil que alguien no critique la burocracia en la que hubo que especializarse para obtener una autorización para importar o girar divisas al exterior. Pero según datos oficiales, la industria cultural emplea a medio millón de personas y representa casi el 4% del producto interno bruto (PIB), es el doble de lo que era hace diez años, nadie quiere quedarse sin un bocado del manjar precioso y entonces, con más o menos ceños fruncidos, el sector fue adaptándose a los obstáculos y siguió en acción. Hasta que durante el último enero, en medio de un calor extremo, las tensiones resurgieron: el precio del dólar oficial trepó de $ 6 a $ 8 en pocos días, la actitud prudencial del Gobierno en defensa de las reservas del Banco Central se endureció, y no pocos comenzaron a preguntarse si los libros importados no se convertirían en objetos de lujo imposibles de vender.

Depende del color del cristal con que se mire, dicen los economistas que creen que la devaluación desalienta las importaciones pero impulsa la exportación; que la sustitución de importaciones restringe la diversidad de la oferta pero estimula a la industria nacional y el empleo. “Para el gran público, las cosas no cambian –dice un editor con varios modelos económicos antagónicos en su hoja de vida, que prefiere resguardarse en el anonimato–. Pero habría que pensar en segmentos sensibles que están en riesgo, libros de una calidad exquisita que por su baja tirada no se pueden imprimir aquí y se han dejado de importar, y que hacen a una política editorial y a la diversidad de oferta cultural que siempre distinguió a Buenos Aires de otras capitales”. A medida que la investigación avance, sabremos que lo mismo ocurre con la importación de discos de música clásica y experimental, y con textos técnicos de diversas ramas. Y sabremos que con muy poco se podría satisfacer esa demanda insatisfecha para que no sólo sea la industria cultural en sus manifestaciones más populares y comerciales la que avance, sino también todo aquello que se bifurca y crece en sus pliegues.

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Un arsenal de libros quedó demorado en la Aduana en octubre de 2011. La caída de reservas era alarmante y comenzó la negociación. Para equilibrar la balanza comercial del sector, las empresas más chicas acordaron implementar un sistema de compensación que es administrado por la Cámara Argentina del Libro (CAL): las que tienen saldo exportador positivo lo ceden a las que necesitan importar, a cambio de un fee. La estrategia fue eficaz: mientras que las importaciones totales del sector cayeron a la mitad en dos años –se estiman US$ 52 en 2013–, las de las empresas asociadas a la CAL bajaron sólo entre 15% y 20%.
“El comercio exterior administrado es parte de una política de Estado. Si no se lo inserta en ese contexto, es difícil de entender; y si bien el marco es restrictivo, el libro ha tenido siempre un tratamiento especial”, dice Diana Segovia, gerente institucional de la CAL.

 ¿Menos títulos? ¿Algún autor que se extrañe en las librerías? “Hay una decisión del distribuidor sobre qué trae y qué no –dice Diana Segovia– Y la selección se inclina por lo que vende más”.
Carlos Díaz, director editorial de Siglo XXI Editores, opina diferente. “Seguimos importando con el mismo dinamismo y criterio de diversidad; tal vez, sí, menos ejemplares por título”.
Según el editor, los problemas se resumen a una burocracia infernal que obliga a tener empleados siguiendo exclusivamente la normativa –que cambia como la dirección de los vientos en un ejercicio de prueba y error–, pero es equívoco pensar que exista algún tipo de discrecionalidad en las aprobaciones de las DJAI. “Ese es el argumento de quienes critican al Gobierno –dice–. Y de gente enojada que ahora debe cumplir con sus obligaciones fiscales, laborales, y mostrar una contabilidad transparente. No es nuestro caso. Importamos, exportamos y como tenemos saldo comercial positivo facturamos 8% a quien necesite el cupo para importar”.

El movimiento de divisas, que suele ser el segundo escollo tras la aprobación de la DJAI, no es un problema para Gabriel Waldhuter, gerente de Waldhuter Distribuidor y Editores, y consejero de la CAL. “Si la importación está bien ingresada, con su respectivo despacho y factura, el giro sale. Hacemos 15 transferencias mensuales. Tenemos más controles pero seguimos importando y haciendo llegar los libros a las librerías. Ningún importador cerró sus puertas. ¿Se ha vuelto más burocrático? Sí. Pero hay que decir que este gobierno es el que más textos ha comprado para alumnos de todo el país; la cifra es récord”.

Editor de Tusquets Editores Argentina, Mariano Roca dice que ellos sí dejaron de importar. Fue a fines de 2011. “Desde entonces, imprimimos aquí lo que justifica una tirada de mil ejemplares. Todas las quejas fluyen hacia la burocracia: sale, no sale, sale, no sale. Y al final sale. Pero el trámite, por ejemplo, para girar a la casa matriz los derechos de impresión o los derechos de autor es espeluznante, y se traduce en costos de transacción elevadísimos”. Ya no pueden traer los títulos que importaban en cantidades de cincuenta o cien ejemplares; autores latinoamericanos o españoles poco conocidos como Eugenio Fuentes, poetas como Marzal o Pinilla, Jon Bilbao, Joaquín Berges y tantos otros han dejado de estar.

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En aquella primavera de 2011, las grandes editoriales también se sentaron a negociar. Agrupadas en la Cámara Argentina de Publicaciones –varias de ellas multinacionales como Random House, Planeta, Grupo Prisa, Alfaguara, Santillana– redujeron sus importaciones a la mitad aunque, aseguran, sin afectar demasiado la compra de libros con ISBN extranjero. Sucede que el grueso de ese 50% de reducción de importaciones se relaciona con los servicios de impresión que, por una cuestión de costo y calidad, antes se contrataban en China, Colombia o Uruguay. Ahora, por el proceso de sustitución de importaciones, se imprimen aquí. Las excepciones se reservan para ediciones sofisticadas –a varios colores, con troquelados, tapas especiales–, en general literatura infantil, imposibles de realizar en las imprentas argentinas.
“Consecuencias hay –dicen en una de las líderes del mercado, sin aceptar ser grabados–. Se importan menos títulos ‘de saldo’ (los que las multinacionales ofrecen a sus sucursales a bajo precio) y se posponen reimpresiones. El sector gráfico local está desbordado y se opta por imprimir lo que vende más; el resto, espera. El perjudicado es el lector. La calidad de impresión es menor y los libros son más caros. ¿Menos variedad? Un poco”.

Argentina actuaba como un centro de distribución, especialmente de todo aquello que se importaba desde España; una parte se vendía aquí, y el resto se exportaba dentro de Latinoamérica. Pero la restricción a las importaciones y precios de exportación poco competitivos cambiaron el perfil de negocios. Y claro, hay libros que no llegan, y que no tienen escala para imprimirse en el país. “Para los que se ven afectados –editores, distribuidores, autores, lectores– la política está fallando –dice Gerardo Sánchez, uno de los responsables de Coyuntura Cultural, una publicación de la Secretaría de Cultura de la Nación–. Pero hay que ponerlo en un contexto general. La parte positiva es que Tusquets, por ejemplo, ahora imprime las novelas de Haruki Murakami o de Almudena Grandes aquí; Anagrama hace lo mismo con las de Paul Auster, y cada vez son más. Se intenta dinamizar la impresión nacional, pero los desafíos son grandes. La cadena de valor no está completamente sustituida; hay problemas con ciertos materiales, tintas, cartones. La pregunta es si somos capaces de responder a las necesidades del sector, cuánto tardamos, cómo lo hacemos. Estamos en tiempos de transición”.

Se dice que la protección a la industria local hace perezosos a los empresarios gráficos que, en lugar de invertir, suben los precios frente a una demanda que no da respiro. “Hacer un libro en España o Uruguay puede costar entre un 40% y 60% menos que aquí –confiesa un experto–. El retorno de la inversión en máquinas es de muy largo plazo, y con la amenaza del e-book a la vuelta de la esquina se hace difícil tomar la decisión”.

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Eterna Cadencia es una librería y editorial en Palermo que, por ejemplo, para el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, tiene el lugar –con las limitaciones de los tiempos que corren– que ostentaba la mítica librería y editorial que el gran Jorge Alvarez montó a fines de los 70 en Talcahuano 485 para que todo, absolutamente todo pasara por allí. Pablo Braun, su fundador y director, y además organizador de la Feria Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba), traza el estado de situación con el cuidado de quienes saben reconocer los pliegues de las circunstancias. “A la industria le fue bien; el consumo creció y nosotros también. Cada año ha sido un poco mejor. Lo que antes se importaba ahora se imprime acá. Nadie va a tener problemas para leer a Paul Auster. Pero sí hay libros que ya no se importan y no se publican por un problema de escala; es inviable imprimir cincuenta ejemplares. La variedad de autores y títulos dirigidos a los lectores más selectos no está llegando. Clientes que se enteran por los suplementos culturales qué se lee en el mundo y vienen y te lo piden; a ese lector, hoy, no le podés dar todo lo que quiere leer”.

 En noviembre pasó con Plano americano, el libro de Leila Guerriero al que Vargas Llosa le dedicó una columna en el diario El País de España. “Inmediatamente la gente empezó a preguntar por el libro; vendí los que tenía y pedí más a la distribuidora. El libro, que está editado en Chile por la Universidad Diego Portales, llegó tres meses después”. Aquel momento especial se perdió. Y lo mismo sucedió con Temas lentos, de Alan Pauls, editado por la misma editorial. “Podría haber vendido cantidad de libros, pero no estaban. Y el precio de tapa, ahora, subió muchísimo”. Entre 30% y 40%. “Nada prohibitivo –dice Carlos Díaz–. Han vuelto al rango que tuvieron históricamente. En estos días importamos desde México por un valor de US$ 100 mil de costo. No lo haría si creyera que no se van a vender. La demanda puede llegar a contraerse un poco, pero estamos muy lejos de la crisis de 2002, cuando el precio se multiplicó por cuatro y no se vendía un solo ejemplar. El 40% de la oferta de libros importantes en las librerías importantes del país es extranjero, y eso no ha cambiado”.

En una distribuidora de porte mediano y altísimo prestigio, que podría acordar con lo dicho hasta aquí, profundizan la mirada para agregar ácidamente: “Con estas medidas, las editoriales no pueden hacer política cultural. Se hace difícil construir un catálogo con autores que, siendo excelentes, aún venden pocos ejemplares: es inviable hacer la impresión acá, y no es posible importar todos los títulos que uno desearía porque el cupo no alcanza.

A veces se elige un autor y se imprimen mil ejemplares tomando el riesgo. Pero es imposible hacerlo con todos”.
Y puede pasarles, dicen, que un autor esté a punto de llegar a Buenos Aires para una gira de prensa y se sientan desesperados porque las novelas no entraron y no saben si van a entrar. Y puede ocurrir que los llamen desde la Embajada de Francia: “Está yendo fulanito, ¿qué pueden organizar?”, y deban contestar: “No tenemos un solo libro, ¿qué podemos organizar sin libros?”. Y puede suceder que quieran imprimir aquí una novela de culto de un autor chileno, y que en dos semanas reciban seis presupuestos diferentes, cada uno más caro que el anterior”.

“¿Comprar por internet? Sí, claro que se puede –dice la especialista de la prestigiosa distribuidora–. Pero yo estoy hablando de política editorial y cultural, no de una salida individual que hace un lector. El problema es que justamente eso no se entienda”. Cuando la dama –que elige reservar su identidad– calma su estallido, calcula.

Y dice que todo este embrollo se solucionaría ¿con cuánto? Digamos que a su empresa le bastaría un cupo de US$ 1 millón anual para importar los libros que necesita para satisfacer las necesidades de las librerías que no se resignan a vender sólo best sellers y consagrados. “Sumando otras distribuidoras del sector con nuestro mismo perfil, alcanzarían los millones que se cuentan con los dedos de una mano”.

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