Los enemigos de los libros

Los enemigos de los libros

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En el año 1880 muchos hombres de letras estaban seriamente preocupados por la preservación de aquello que les procuraba el incesante gozo de aprender y conocer, de aquello que abastecía el inagotable festín de la curiosidad, de aquello que colmaba y saciaba su insaciable apetito de saber. Para aquellos hombres que nacieron en la era en la que el libro ocupaba el centro exacto del ecosistema de los medios, que habían construído enormes bibliotecas como templos consagrados a la sed de saber, perder uno solo de sus libros por el efecto de los agentes naturales -bien fuera el fuego, el agua y la humedad, el polvo y el abandono-, del voraz apetito de los insectos o de la ignorancia y el fanatismo del género humano era una suerte de accidente que debía evitarse. Los enemigos de los libros fue el recetario que a tal efecto redactó William Blades, un erudito, impresor y bibliógrafo que impulsó la creación de la Library Association.

Fuente original: Los enemigos de los libros.

“La posesión de todo libro antiguo”, escribía Blades, “es una encomienda sagrada, de tal suerte que cualquier propietario consciente de lo que tiene, o cualquier custodio, debería pensar que ignorar su responsabilidad en la materia es igual que para un padre dejar de atender a su hijo. Un libro antiguo, cualquiera que sea su contenido o su mérito interno, es en realidad una porción de la historia de u país. Podemos imitarlo, imprimirlo en facsímil, pero nunca podemos reproducirlo con exactitud y, como documento histórico que es, hemos de conservarlo con todo cuidado”. Sacerdotes de un culto a lo escrito que no podían permitir la disolución de su objeto de culto. Desde el punto de vista del intelectual, del hombre letrado y educado, la visión de una biblioteca repleta de innumerables posibilidades y potenciales descubrimientos debía suponer -sigue suponiendo hoy- una suerte de ubérrimo paraiso en la tierra, como tantos han expresado a lo largo de los siglos.

No debemos olvidar, sin embargo, que más de un siglo antes un paisano suyo, Jonathan Swift, describía en sus Viajes de Gulliver a una especie denominada Hoyhnhnm que, siendo en apariencia semejantes a un caballo común, poseían un sorprendente manejo de la razón, sin intermediación ni conocimiento de las letras, sin instinto alguno, porque eran seres plenamente razonables, “sin letras”, entregados a la tradición de lo oral para transmitir su conocimiento. “The Houyhnhnms have no letters, and consequently their knowledge is all traditional”, escribió Swift. El clérigo irlandés contraponía ya en el siglo XVIII a los hombres comunes, del pueblo, que siendo plenamente razonables e integrados desconocían por completo las letras, y a los intelectuales inadaptados que disfrutaban ya de la vasta e inabarcable memoria escrita recogida en los libros y que confiaban en consecuencia la transmisión del saber a ese artefacto. Un contemporáneo de Blades, Friedrich Nietzsche, andaba por la misma época dividido entre la líbido bibliofrénica y la tentación bibliocasmática, entre la adoración a los libros y la escritura y su total rechazo como un apósito innecesario o incluso fastidioso para la vida corriente. En una de sus reflexiones al respecto llegó a escribir: “nosotros los modernos” somos como “enciclopedias andantes incapaces de vivir y de actuar en el presente, obsesionados por un sentido histórico que lesiona y finalmente destruye la materia viva, sea un hombre, sea el pueblo, sea un sistema cultural”.

En las culturas orales todo el mundo participa natural y activamente del acervo cultural, y la memoria histórica como tal apenas existe, porque no se conserva registro escrito de ella; en todo caso se manipula a conveniencia de cada generación, de acuerdo a un principio de amnesia estructural que todas las culturas orales poseen. Solamente al precio del aislamiento y la soledad cabría pensar que algún miembro de una sociedad oral no participara de la encomienda común. La paradoja que los textos de Swift y Nietzsche resaltan, en un momento de apogeo de la cultura libresca, de la construcción de las grandes bibliotecas que como templos albergarían ese culto, es que en las culturas alfabetizadas, que giran en torno al libro, muy pocas personas pueden obtener una visión global y completa del significado de lo que viven, apenas rascan la superficie del conocimiento erudito, porque la cantidad creciente de libros es tan inabarcable, que aboca a la renuncia y a la segregación. Paradoja entre las paradojas en las sociedades contemporáneas, sin duda, que estos y otros biblioclasmáticosencarnaron entonces y ahora.

No puede leerse el libro de Blades, por tanto, sin su reverso complementario. No puede entenderse el amor fati por los libros sin comprender la aversión que puede provocar en quienes los amaron. El libro de William Blades, Los enemigos del libro, bellamente editado por Fórcola y prologado por Andrés Trapiello, es testimonio (parcial) de ello.

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