Los traductores hacen cosas
— 12 noviembre, 2017RITA DA COSTA / ctxt.es
El ninguneo de estos, su invisibilidad sobre el papel, los condena a una precariedad en la vida real a todos los niveles (intelectual, laboral, económico, vital) cuya primera víctima es la calidad de los textos traducidos
LA IMPOSICIÓN A MACHAMARTILLO DE UNA SUPUESTA NATURALIDAD SUPONE EMPOBRECER LA TRADUCCIÓN Y LA LITERATURA UNIVERSAL QUE A TRAVÉS DE ÉSTA FLUYE Y REFLUYE EN UNA DINÁMICA DE VASOS COMUNICANTES
Y ahí es donde queríamos llegar, a ese momento incómodo en que el lector se ve expulsado del edén ficcional y obligado a recordar que, mira por dónde, ese texto no se escribió en su lengua materna, sino que pasó por los ojos y las manos de otro escritor —vicario él también— antes de llegar a los suyos. En el mejor de los casos, esa nota le aportará información pertinente y valiosa para la comprensión del texto; en el peor, sólo dará fe de la pedantería o la condescendencia del traductor, y todos conocemos ejemplos admirables y delirantes de ambos casos. Pero ese momento de extrañeza siempre, siempre situará al lector en un plano distinto, tensando el principio de suspensión de la incredulidad —me creo lo que me cuentas y me creo lo que me cuenta el traductor que me cuentas— y por tanto obligándolo a un doble esfuerzo para volver a sumergirse en la historia. Y eso está bien. Eso es bueno. Porque la invisibilidad del traductor (otro gran mito) sólo es posible, sólo es perfecta, si traiciona el original en algún momento, haciendo bueno el mito del traduttore traditore, y su irrupción en la lectura como elemento a la vez intrínseco y ajeno a la misma es señal de que se está respetando la otredad del texto original. La imposición a machamartillo de una supuesta naturalidad —lo que en el mundillo editorial se viene llamando “planchar un texto” o reducirlo al “traductés” (lenguaje supuestamente literario expurgado de toda extrañeza, riesgo y, en última instancia, emoción)– supone empobrecer la traducción y la literatura universal que a través de ésta fluye y refluye en una dinámica de vasos comunicantes.
Cada vez que el traductor asoma la patita y le dice al mundo que está ahí (¡hola, mundo!) le está recordando al lector que la realidad —como la ficción— tiene sus recovecos y aristas, que se resiste a una lectura única, que no todo se reduce a la dicotomía pastilla roja o pastilla azul y que hay cosas imposibles de reproducir —que no de traducir— que por eso mismo requieren un aparte, un guiño cómplice al lector. Pero, por encima de todo, el traductor le está diciendo al mundo que existe en cuerpo carnal. No por un desmedido e injustificado afán de protagonismo o notoriedad, no porque aspire a tener la misma consideración que el autor, sino porque el ninguneo del traductor, su invisibilidad sobre el papel, lo condena a una precariedad en la vida real a todos los niveles (intelectual, laboral, económico, vital) cuya primera víctima es la calidad de los textos traducidos. Esos que, no lo olvidemos, constituyen una parte nada desdeñable de lo que que se publica en España (véase, al respecto, el Informe del valor económico de la traducción editorial) y apuntalan una industria, la editorial, que aporta el 39,1% del PIB de un críptico “conjunto de actividades culturales” (sic) según el Informe del libro en España, 2013-2015,publicado por el MECD.Así que los traductores nos proponemos asomar la patita y hablar desde esta ventana de una realidad híbrida y siempre cambiante en la que vivimos instalados y que nos hace ir por la vida con cara de sociópatas, barruntando la forma de reproducir un endemoniado juego de palabras mientras besamos apresuradamente al niño a la puerta del cole, buscando ese adjetivo que se nos resiste como gato panza arriba mientras empujamos un carrito lleno de cosas que no figuraban en la lista de la compra y, en general, fingiendo ser como el resto de los seres humanos. Porque la traducción es la forma de lectura más completa que existe, y urgen otras formas de leer la realidad.P.s.: La próxima entrega hablaremos de tarifas.