Novelas, memorias, autobiografías y «negritud editorial»

Novelas, memorias, autobiografías y «negritud editorial»

Josep Mengual Català / negritasycursivas.wordpress.com

Del mismo modo que aún hay quien piensa que los niños vienen de París, hay quien da por sentado que el nombre de quien figura en la portada de una novela, una autobiografía o incluso unas memorias es siempre el de quien la puso por escrito. De ser así, la condición de escritor de best sellers iría generalmente asociada a una poco común prolijidad que se hace difícil de compaginar con las intensas giras y compromisos promocionales que esos éxitos comerciales suelen conllevar. Es paradójico que, cuando ganó el muy bien remunerado y por todos conocido como no muy honesto Premio Planeta, el escritor Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) aludiera al deseo de obtener tiempo como su principal incentivo para prestarse a semejante amaño, porque la promoción a la que en esos años (1979) se veían sometidos tanto el ganador como el finalista del galardón planetario suponía más bien la pérdida de mucho tiempo que hubiera podido dedicar a la investigación, la documentación y la escritura.

Fuente original: Novelas, memorias, autobiografías y «negritud editorial» | negritasycursivas.

vazquezmontalban

Los editores saben de sobra que determinadas novelas se venden bien casi exclusivamente debido al nombre del autor que figura en su cubierta, y no son pocos de ellos los que en sus primeros años en la profesión intentan explicarse –generalmente sin mucho éxito– por qué algunas buenas novelas de género no se venden ni la mitad de la mitad que otras, a todas luces mediocres, firmadas por nombres reconocibles, que actúan casi como marcas. En la novela de género y en eso que convencionalmente podríamos llamar novela no artística que, sin ser novela de género, todos convendríamos que responde al prototipo de best séller (entendido más como género que como obra de grandes ventas), el hecho de que el nombre de un autor actúe como marca y garantice un cierto nivel de ventas es algo bastante usual. Quizá sea menos habitual en la novela llamémosla «literaria», pero también se da.

James Patterson, Tom Clancy, Stephen King suelen ser sospechosos habituales, pero no parece haber pruebas concluyentes de que ni ellos ni sus editores empleen a otros escritores. Fueron bastante sonadas en cambio las declaraciones que hizo en 2012 el célebre autor de novelas de aventuras y novelas históricas Wilbur Smith (n. 1933) reconociendo que, para satisfacer los deseos de sus fans –y después de firmar un contrato con HarperCollins que le comprometía a publicar seis libros en tres años a cambio de quince millones de libras–, había decidido «cambiar sus métodos de trabajo», lo que en otras palabras significaba servirse de «un selecto equipo de coautores». Otro modo de decirlo hubiera sido contar sin ambages que a partir de entonces se serviría de un equipo de «negros literarios» (o «escritores fantasmas») para, a sus setenta y nueve años, poder cumplir con su contrato: él redactaría un resumen del argumento y la caracterización de los personajes, y otros serían los que pusieran sus ideas por escrito. Alguno de ellos, caso por ejemplo del cantante, modelo y novelista de los mismos géneros Giles Kristian (n. 1975), incluso figuran en las cubiertas de los libros de Wilbur Smith (si bien en caracteres menos vistosos).

wilbursmith

Más conocido incluso es Andrew Crofts, a quien se le atribuye el ser el «negro» mejor pagado, que no tiene inconveniente en que aparezca tal considicón en su entrada en Wikipedia y que incluso ha concedido entrevistas sobre esta materia. Aun así, su fama y reconocimiento difícilmente alcance jamás la del novelista Sinclair Lewis (1885-1951), el primer escritor estadounidense galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1930), que tuvo como uno de sus trabajos alimenticios la venta de argumentos, y a él suele atribuirse el de la novela inacabada de Jack London (1876-1916) The Assassination Bureau, a partir de la cual Robert Fisher (1922-2008) escribió un guión que Basil Dearden (1911-1971) convirtió en el film homónimo en 1969. De todos modos, el más reconocido trabajo de Sinclair Lewis como «escritor fantasma» es sin duda el libro que más contribuyó a que el tenis se popularizara en Estados Unidos, Tennis as I Play, que se presentaba como un manual escrito por Maurice E. MacLoughlin (1890-1957) a partir de su experiencia para alcanzar la maestría que en ese deporte había alcanzado este célebre tenista (número uno del mundo en 1914).

sinclairlewis

La lista de «negros» célebres no es breve. La cuentista Katherine Anne Porter (1890-1980), que más tarde obtendría un Pulitzer y un National Books Award, tuvo entre sus primeros trabajos al llegar a Nueva York la escritura del libro de memorias My Chinese Marriage, de Mae T. Fraking, cuyos herederos tuvieron la decencia de restituir el nombre de la auténtica creadora cuando hicieron una edición anotada. Este caso, el de la persona formada que recurre a un escritor profesional por limitaciones en el uso del idioma, es también el que propició el trabajo más conocido de Crofts como «negro», las dos novelas autobiográficas de Zana Muhnsen Una promesa a Nadia y Vendidas (publicadas ambas en español por Seix Barral).

H. P. Lovecraft (1890-1937) es el autor del relato presuntamente autobiográfico Under the pyramids, en cuya imagen de portada aparece el nombre de una figura no menos célebre, Harry Houdini (Erik Weisz, 1874-1926); sin embargo, también en su caso más adelante las portadas de la reimpresiones de este texto incorporaron su nombre. El prolífico weirdtalesescritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), al igual que Tomás Luceño (1844-1933), puso su pluma al servicio del grafómano folletinista Manuel Fernández y González (1821-1888), cuya prolijidad en el género de la novela de aventuras de tintes folletinescos le llevó a ser conocido –acaso un poco irónicamente– como «el Alejandro Dumas español», y su obra más bien considerada por la crítica, El pastelero de Madrigal (1862), de la que se vendieron en su momento doscientos mil ejemplares, a menudo se ha atribuido a su «secretario». Según cuenta la leyenda, a menudo Fernández y González se dormía a medio dictar sus novelas, y en lugar de intentar despertarlo o aguardar a que lo hiciera por su cuenta, Blasco Ibáñez avanzaba por su cuenta y riesgo en la escritura sin que a posteriori su jefe se diera cuenta siquiera de lo mucho que había avanzado el trabajo. Y la lista podría continuar casi indefinidamente con nombres de muy distinto rango y pelaje (Scott Westerfeld, Manu Manzano, Paul Auster, Santiago Roncagliolo, Paco Zamora, Larry McMurtry…). Incluso se podría elaborar una bibliografía de novelas en las que esta figura al servicio de la industria editorial se ha convertido en personaje literario (en la que la primera novela de Philip Roth, La visita al Maestro, ocuparía un lugar destacado).

Todo un mundo aparte lo constituyen la inmensa cantidad de novelas que, por muerte del autor antes de llegar a su conclusión, han sido terminadas por escritores a sueldo, y entre ellos encontraríamos a Kingsley Amis (1922-1995) acabando la obra póstuma de Ian Fleming (1908-1964) protagonizada por James Bond, o, más difícil todavía, a escritores como Andrew Neiderman (1940-1986) publicando hasta una cincuentena de presuntas novelas póstumas de V.C. Andrews (1923-1986). ¿Y la prensa y los lectores se lo creían? Lo dudo.

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Pese a ser una práctica tan habitual, en el mundo hispánico no está tan ampliamente aceptada y normalizada la figura del novelista a sueldo de un nombre-marca, tal vez por la persistencia de una visión un poco romántica del sistema literario, o tal vez porque, se mire cómo se mire, esa práctica contraviene el espíritu de la mayoría de leyes de la propiedad intelectual inspiradas en la Convención de Berna (por el cual la autoría es irrenunciable). Así, se podría dar incluso el caso que, una vez muerto quien firmó la obra, el autor fantasma reclamara la paternidad del texto, incluso si por contrato –a todas luces nulo– se hubiera comprometido a no hacerlo. El acuerdo entre quien firma la obra y quien la escribe o la encarga (sea un particular o una editorial) no siempre se basa en un forfait (pago inicial único), sino que en ocasiones se reconocen porcentajes en las ganancias (derechos de autor) y la posibilidad de participar en las sumas adicionales que pudiera producir derivaciones como una adaptación cinematográfica. Lo que sí es invariable es la cláusula de confidencialidad, que obliga al negro a no mencionar para quién trabaja o ha trabajado.

Suponer que eso es una práctica circunscrita a los derivados del folletín, a la novela de mala calidad es error frecuente, pues en realidad lo que busca el editor es precisamente preservar unos mínimos cualitativos de la obra, y por tanto buscará los servicios de escritores competentes capaces de copiar el estilo que corresponda. Sin embargo, lo cierto es que el gran mercado para el «negro» es el de las memorias, las autobiografías y, en los últimos tiempos, las celebridades creadas por la televisión, la política o YouTube, allí donde es necesaria la competencia narrativa, un cierto acercamiento al lenguaje de quien firma el texto pero no sujeción a un estilo lingüístico previo. Y, además, sobre todo en el caso de los políticos, es donde las tarifas son más altas. Lo lógico es que, por ejemplo, el seguidor de un determinado músico pretenda conocer de primera mano sus experiencias contadas de un modo claro, bien estructurado y narradas con cierta viveza, y eso es posible que sea más capaz de conseguirlo un buen escriba que el propio músico en cuestión. También es lógico que sea eso lo que prefiera el editor. Lo que ya no es tan lógico es que, cuando se destapa uno de esos casos, los lectores se lleven las manos a la cabeza o se escandalicen. Extraña paradoja, porque, como ya en 2002 escribió muy atinadamente Gregory Baruch en un imprescindible artículo publicado en el Washington Post:

Hay una palabra para describir el hecho de persuadir a alguien mediante engaños para que compre un producto: fraude. Cuando una empresa etiqueta erróneamente la carne de caballo como carne de ternera o las patatas fritas comunes como libres de grasas, por ejemplo, se exponen a ser demandada o acusada de un delito.

Sin embargo, los editores parecen exentos de tal responsabilidad. Actualmente, libros enteros son escritos por personas distintas a las que se nos quieren hacer creer que los escribieron. Sólo que no lo llaman fraude. Lo llaman «escritura fantasma». Y es una práctica común en el mercado literario.

Los editores suelen aducir para justificarse que todo el mundo sabe que los libros supuestamente escritos por celebridades los redactan en realidad ghostwriters, pero entonces, si todo el mundo lo sabe, ¿cuál es el motivo de que a los lectores les sea tan complicado llegar a saber quiénes son sus verdaderos autores.

kingsleyamismartin

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