Un Ministerio de Cultura en la sombra: SGAE, propiedad intelectual y CT – I y II

Un Ministerio de Cultura en la sombra: SGAE, propiedad intelectual y CT – I y II

Capítulo para CT o la Cultura de la TransiciónNo ha perdido nada de actualidad.

David García Aristegui. Abril 2015

Franquismo pop

Falange Española Tradicionalista y de las Jons, para salvaguardar los intereses de los .autores dramáticos nacionales y extranjeros y custodiar el valiosísimo archivo musical del glorioso género lírico español, se ha incautado en el día de hoy de la Sociedad General de Autores de España y de las demás sociedades federadas a ella. Falange Española Tradicionalista, al adscribir al servicio de la nueva España a la prestigiosa institución de nuestros autores, confiará a éstos la dirección de la misma mediante un Consejo de Administración que será nombrado por ellos y que actuará con carácter interino hasta que se encuentren en Madrid el presidente perpetuo de la Sociedad General de Autores de España, don Eduardo Marquina, y el consejero-delegado don José Juan Cadenas, autoridades máximas de la organización a quienes será entregada ésta para que sean ellas las que resuelvan acerca de las futuras orientaciones ajustadas a las nuevas normas de la España grande y vigorosa que acaba de triunfar. 

ABC, 30-03-1939

La SGAE entra en el Franquismo intervenida por Falange Española Tradicionalista y de las Jons. Su antecesora directa, la Sociedad de Autores Españoles (SAE) tuvo en los años 20 serias discusiones en torno al llamado sindicalismo intelectual. Eran reflejadas en revistas de referencia como La Propiedad Intelectual, en una época en la que surgían en el seno del mundo artístico intentos de organización sindical. En La Propiedad Intelectual se debatía de manera casi despectiva sobre ese posible sindicalismo no vinculado a organizaciones obreras, mientras la SAE boicoteaba los intentos de formación de sindicatos por parte de autores dramáticos y músicales. El debate se recrudeció cuando la Sociedad de Artistas Franceses ingresó en la CGT, pero la SAE consiguió zanjar el asunto con argumentos del tipo “las asociaciones de intelectuales sólo deben federarse con sus afines, (…) obligadas a mantener por propia conveniencia, en la mayor altura posible el respeto a la propiedad intelectual. Éste es el único sindicalismo que pueden aceptar los intelectuales del arte.” Esa visión gremial y corporativista contra formas sindicales de organización perdura, por desgracia, hasta nuestros días.

Después de la Guerra Civil, se disuelven en 1941 las sociedades de autores constituidas en 1932. Queda la SGAE como entidad única, asumiendo la representación y gestión de los derechos de autor en España y en el extranjero -la inmensa mayoría de los autores y trabajadores de la SGAE no apoyaron al bando republicano, lo que puede explicar en parte la tolerancia con ella-. Con la creación de la Organización Sindical Española – OSE (más conocida como Sindicato Vertical), se impulsaron distintos sindicatos, como el Sindicato Nacional del Espectáculo (SNE). La SGAE quedó integrada dentro del complejo organigrama del Sindicalismo Vertical: el SNE disponía de secciones como la de cine, teatro, etc. y su Junta Nacional reservaba a dos miembros representando a la SGAE. La Junta del SNE controlaba, además de las distintas secciones del mundo del espectáculo, a los llamados Servicios Sindicales, formados por Derechos de Autor (SGAE), Previsión y Propaganda, Inspección Nacional y la Red Provincial y Nacional del SNE.

En los 60, los pinchadiscos que traían discos de las tiendas de Londres, y el intercambio que se daba en las bases militares de Morón, Rota, Torrejón y Zaragoza, supusieron puntos críticos en la introducción del rock en España. También fue relevante el papel de las Islas Canarias: debido a su condición de puerto franco, los músicos locales accedían fácilmente a instrumentos musicales y discos de importación a muy buen precio, antes que en la península. Los privilegiados rockeros españoles de primera generación eran, salvo excepciones, en su mayoría hijos de familias bien posicionadas dentro del régimen. En línea con los evidentes cambios en los gustos musicales de la juventud, en 1960 el Sindicato Español Universitario (SEU) implantó concursos nacionales universitarios de “música moderna”, en los que se mezclaban tunas con grupos rock, y en los que no se necesitaba carné de músico profesional para actuar.

Remarquemos esto: con la integración de la SGAE en el Sindicato Vertical, finalizó el debate histórico sobre sociedad/entidad de gestión versus sindicato de autores. Los intérpretes de todo tipo tenían que afiliarse obligatoriamente al Sindicato Nacional del Espectáculo (SNE). El carné del Sindicato era indispensable para poder actuar, al igual que los autores (musicales, dramáticos…) tenían que afiliarse obligatoriamente a la SGAE para poder cobrar derechos de autor. La infraestructura del SNE controlaba todos los eventos teatrales o con música en directo, para cerciorarse de que todos los que actuaran tuvieran el preceptivo carné del Sindicato. Para conseguir ese carné (sin él tampoco se podía acceder a la SGAE), era necesario realizar un examen, demostrando conocimientos de armonía y solfeo, escribiendo unas cuadras… Como se reflejaba certeramente en Historia de la Música Rock publicada en los 80 por El País, la nueva generación de rockeros provocó grandes tensiones en el mundo del espectáculo, entre los sectores llamados “tupamaros”, músicos profesionales que tocaban todo tipo de música, y los nuevos “silbadores”, autores que no sabían leer ni escribir partituras, pero que componían grandes éxitos sin poseer formación musical clásica.

ABC reflejaba en su edición del 11-10-1970 cómo la industria del disco movía en esas fechas “más dinero que la industria de conservas”, y que artistas “silbadores” muy populares de la época como Joan Manuel Serrat, la saga de Los Brincos -Juan Pardo, Fernando Arbex-, Mari Trini, El Dúo Dinámico, Massiel, Aute o Los Módulos emitían un comunicado, denunciando el trato discriminatorio a los que les sometía la SGAE. Si un autor era considerado “silbador” no podía registrar directamente sus obras en la SGAE, teniendo que firmar obligatoriamente la obra algún músico que si fuera socio (y con carné del SNE) para que ésta generara derechos de autor. Ya en 1970 esa situación se hizo prácticamente insostenible, ya que precisamente estos autores “silbadores” eran quienes generaban el 50% de los ingresos de la entidad. Aunque el caso de los actores era peor: desde el SNE se les obligaba a renunciar a los derechos de imagen como cláusula establecida en los contratos, con o sin carné del Sindicato Vertical. En el caso de la música, incluso se posicionó a favor de los “silbadores” Juan José Rosón, presidente del SNE. Pero finalmente habría que esperar al nuevo cambio de régimen para que los “silbadores” tomaran posiciones dentro de la SGAE y acabaran con su discriminación, en 1980.

Fin de la rueda: crisis y relanzamiento de la SGAE 

La paulatina infiltración del PCE en el Sindicato Vertical, siendo en gran medida el origen de las Comisiones Obreras clandestinas, está bien documentada. Pero es importante recalcar que uno de los sindicatos donde el PCE tuvo más capacidad de incidencia fue precisamente dentro del SNE, donde se enmarcaba la actividad de la SGAE. A finales de los 50, en el SNE se produjo un mayor grado de autonomía dentro de los diversos sectores, surgiendo colectivos como la Agrupación Sindical de Directores y Realizadores Españoles del Cine – ASDREC, donde realizaban su labor militante para el PCE artistas como Juan Antonio Bardem.

En una conflictiva junta general extraordinaria en 1978, la SGAE aprobaba sus nuevos estatutos. Éstos tenían dos objetivos: por un lado, barrer de la entidad a un núcleo concreto de autores cuyas prácticas mafiosas eran conocidas como “la rueda” (la explicaremos un poco más adelante). Por otro lado, se trataba de renovar y democratizar sus estructuras. En un contexto de grandes cambios políticos y de “democratización”, se posibilitaba que votara un número mayor de autores, al asignarles la posibilidad de voto aunque tuvieran menor número de ingresos. Con esos nuevos estatutos de la SGAE se iba a dilucidar el futuro de una entidad de gestión, ya totalmente desligada de la ineficaz burocracia del SNE, y coexistiendo con los emergentes sindicatos de clase. La entidad contaba ya con una pésima imagen pública, debido a la impopularidad del cobro de derechos de autor en fiestas, representaciones teatrales, discotecas… y la publicación en prensa de la práctica de la famosa “rueda”.

El escándalo de “la rueda” fue grande: en los 70 -como posteriormente- los mayores ingresos de la sociedad venían de la recaudación de la sección musical, más cuantiosos los que generaba la de autores dramáticos. Los ingresos de la sección musical se repartían, además del mediante el estudio de la venta de discos, en función de las llamadas hojas de declaración, donde se reflejaban las canciones que habían sonado en vivo o en bares y discotecas. El funcionamiento de la sección musical de la SGAE era cuanto menos peculiar: los inspectores encargados de recoger las hojas de declaración eran también autores musicales, por supuesto asociados a la SGAE. La rueda consistía en que esos inspectores-autores reflejaban en las hojas las canciones de otros inspectores-autores amigos, de manera fraudulenta y rotativa, con el objetivo de aumentar sus ingresos por derechos de autor y, por tanto, conseguir el máximo número de votos en la junta de la sección musical. Con la rueda aumentaban sus ingresos y controlaban totalmente la sección, suponiendo un gran negocio.

El fraude era clamoroso y evidente: autores totalmente desconocidos, o semi-desconocidos, que no ingresaban nada por las ventas de discos, percibían en cambio millones por la reproducción de fantasmales discos en discotecas y actuaciones en directo. La junta general de la SGAE destituyó en 1977 a todo la sección musical, convocando urgentemente unas nuevas elecciones, en las que resultaron elegidos un elevado porcentaje de nuevos autores vinculados al rock o considerados de ideologías progresistas, entre ellos Teddy Bautista -de vinculación al PCE de sobra conocida-. Como curiosidad, resaltaremos que Juan Antonio Bardem y Teddy Bautista, uno dentro y otro fuera del partido, acabarían en bandos opuestos en las elecciones a la junta directiva de la SGAE en 1995 (donde Bardem fue literalmente barrido en las urnas y sus duras denuncias sobre malversación de fondos ignoradas: su lista no sacó ni un consejero). La entrada de Bautista supuso el comienzo de grandes cambios en la entidad, ya que, en su estancia en EEUU, había conocido de primera mano entidades de gestión como ASCAP, BMI y SESAC, cuyo funcionamiento fue emulando poco a poco en el seno de la SGAE.

Los consejeros destituidos por el fraude de la rueda contraatacaron a través de lo quedaba del Sindicato Vertical, reconvertido ahora en el Sindicato Profesional de Músicos Españoles, que acusaba al presidente de la SGAE, Moreno Torroba, de una desastrosa gestión económica de la entidad -cosa que era cierta-. En la batalla entre los dos sectores de la sección musical -el destituido y el recién electo- tomaron parte las multinaciones discográficas, que apoyaron con entusiasmo la renovación en la SGAE: les constaba que con el fin de la rueda iban a aumentar significativamente los ingresos de sus editoriales musicales, al reflejarse en las hojas información veraz. El fin de la rueda legitimó a nivel internacional a la SGAE, ya que las multinacionales se decidieron a empezar a presionar a las diferentes entidades de gestión extranjeras para que comenzara el pago a la SGAE por el uso de su repertorio. Paradójicamente, el papel jugado por las multinacionales del disco en la renovación de la SGAE fue interpretada en clave nacionalista por colaboradores de varios medios de comunicación y políticos de la época, de todas las tendencias políticas, que denunciaron una supuesta represión en la SGAE de los autores españoles por estar, en teoría, al margen de los intereses de las editoriales y empresas multinacionales.

Los nuevos estatutos definieron una nueva forma de gestión de la sociedad, reestructurando sus secciones, facilitando la internacionalización de su actividad por parte de las multinacionales del disco, y sentando las bases de la SGAE del futuro. Se produjo también el primer intento serio de lavado de imagen, al plantearse un funcionamiento algo más democrático, con el aumento del número de socios con derecho a voto, aunque en la práctica sólo supusiera una exigua minoría respecto a todos los autores asociados. La SGAE entraría en los 80 con varios retos importantes: la mejora de su imagen, zanjar los conflictos derivados del fin de la rueda la reestructuración de la entidad y el las conflictivas recaudaciones de cine y literatura. Todo esto ya en el seno de la Cultura de la Transición – CT-, de la que la SGAE, de manera voluntaria o involuntaria, se convirtió en uno de sus máximos exponentes.

SGAE, Propiedad Intelectual y Cultura de la Transición

La SGAE fue adquiriendo una fuerza imparable, chocando frontalmemente contra todo y contra todos: mientras emitía apocalíticos anuncios sobre el inminente fin de la industria musical por culpa de la piratería -¡ya a mediados de los 80!-, sostenía varios e impopulares conflictos, lanzando una verdadera avalancha de pleitos por el impago de derechos de autor. Algunos de los conflictos de la SGAE incluyeron a RTVE por atrasos millonarios en pagos de derechos, a las salas de cine por su propia rueda -éstas revendían una y otra vez una misma entrada para pagar menos derechos de autor-, radios privadas, televisiones autonómicas y posteriormente las privadas, grupos de teatro aficionados e, incluso, al Ministerio de Cultura, por el uso de música en el Mundial 82 y luego en la Expo del 92, etc. La SGAE llegó a acuerdos, o bien ganó en los tribunales prácticamente todos los conflictos en los que se embarcó, sin darle demasiada importancia a transmitir de manera razonada su visión de los derechos de autor, o a intentar paliar su mala imagen. Daba igual, cada vez recaudaba más, mejor y en más ámbitos, por lo que en esa época no le preocupaba en la entidad de gestión la incomprensión de su política recaudatoria. Posteriormente se avalaba tanto en el Congreso como en el Senado su polémica reestructuración de 1978, por lo que la entidad comenzó a operar en muchos aspectos como un verdadero Ministerio de Cultura de facto, por presupuesto, influencia y fuerza como lobby.

En paralelo al tremendo crecimiento de la influencia de la SGAE, se propiciaba una implantación de la CT que no fue ni mucho menos invisible: en 1984, Sánchez Ferlosio denunciaba en El País “si éste [Goebbels] dijo aquello de ‘Cada vez que oigo la palabra cultura amartillo la pistola’, los socialistas actúan como si dijeran: ‘En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador’”. Al año siguiente y en el mismo diario, Alfonso Sastre recuperaba la figura de los “silbadores” e insistía en que “(…) hoy por hoy vivimos (…) bajo un reinado de grafómanos, silbadores, microfónistas y analfabetos. Situación en gran parte diseñada, seguramente, en los laboratorios de las transnacionales de la cultura o de la contracultura (que de ambas formas puede decirse). En esos laboratorios ha tenido que dibujarse el mecanismo por el que muchas gentes -y jóvenes a porrillo- creen rebelarse contra el sistema por medio de los actos con los que lo obedecen”.

En los 80 se forma el paradigma cultural democrático, del que la Movida será uno de sus buques insignia. Hay que poner en contexto y cuestionar los consensos respecto a las expresiones (contra)culturales de la época, ya que son pura CT, es decir, pura desarticulación del carácter problemático de la cultura. Todo lo conflictivo en el ámbito cultural terminó antes o después liquidado: recordemos el gran éxito e influencia a nivel estatal de una radio de orientación juvenil y militante como Radio3, creada en la época de la UCD. Radio3 fue paulatinamente desactivada después de 1982, cuando dejó de ser útil al PSOE: primero con la desaparición de sus onomatopéyicos y polémicos informativos, para continuar con la sucesiva caída de todos los programas con criterio y discurso propios, como el mítico Caravana de Hormigas. El PSOE ajustó cuentas con una emisora que colaboró a su victoria electoral, pero que luego se atrevió a cosas como denunciar sin miramientos los excesos y accidentes en la mili, la guerra sucia del GAL, que tomó partido en la campaña antiOTAN y en las primeras huelgas generales al PSOE…

La izquierda pasó de una cultura resistencialista de canción protesta y uso de lenguas vernáculas a propiciar un entramado alrededor del negocio de la música, del que no escapó absolutamente nada. Si nos centramos en el rock, los grupos tenían compañías independientes con el impagable escaparate y altavoz promocional de Radio3, concursos municipales como el Villa de Madrid, un gran circuito de conciertos por los Ayuntamientos con cachés mejorados y, finalmente, el cobro de derechos de autor -vía SGAE- para cuando llegaran las vacas flacas. Como decimos, nada escapó a ese circuito, ni siquiera el combativo punk en su vertiente de Rock Radikal Vasco – RRV: todos y cada uno de los discos de RIP, MCD, Kortatu, La Polla, Eskorbuto, Barricada… están registrados y son del llamado “repertorio SGAE”. El cierre y colofón del RRV es un tanto paradójico: unos años después de su eclosión, la Fundación Autor subvencionaba a fondo perdido a Negu Gorriak su gira por América Latina y se producía el pleito de los herederos de derechos de autor de Eskorbuto a Hilargi Records, por derechos de explotación de sus discos.

En el seno de la SGAE y el entramado de la industria musical sólo hubo una disonancia, y no fue precisamente la (ahora) sonrojante polémica de Las Vulpess en Caja de Ritmos: Loquillo y los Trogloditas tuvieron el dudoso honor de interpretar la primera canción censurada en la democracia. Hablamos de la canción Los Ojos Vendados, tema donde se denunciaba la práctica de torturas por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Tiempo después, Loquillo intentó, al igual que Bardem, presentar una lista alternativa a la auspiciada por Teddy Bautista con idéntico resultado: fracaso total en las urnas de la entidad y posterior descrédito mediático. A Loquillo incluso le acusaron de estar al servicio de las multinacionales del disco, acusaciones hechas precisamente por parte del grupo de Teddy Bautista, que sufrió esas mismas acusaciones a finales de los 70.

Capital ficticio

La defensa del escritor, que ocupó a Ángel María de Lera muchos años de su vida, que acaba de extinguirse, tropezó siempre con un obstáculo principal: el escritor mismo y lo que podríamos llamar su naturaleza díscola, insolidaria, individualista. Parte de los estudios y trabajos de Lera sobre este tema (impulsado, sin duda, por sus orígenes de sindicalista junto a la figura excepcional de Ángel Pestaña) van a aparecer recogidos en la ley de Propiedad Intelectual (…). Es de esperar, no obstante, que algunos aspectos de la ley que encarecen la producción de libros clásicos o que rinden excesiva pleitesía al concepto mismo de propiedad intelectual en esta materia desaparezcan durante su tramitación (…). El trabajo del viejo sindicalista Ángel María de Lera iba menos por la cuestión de derechos de propiedad intelectual que por el de derechos sociales (…).
Editorial de El País, 26-07-84

Impresionan los argumentos y la revindicación de la por desgracia hoy olvidada figura de Ángel María de Lera, en un atípica editorial de El País de 1984, alabando a un sindicalista que llegó a estar condenado a muerte y pasó ocho años en cárceles franquistas. Ángel María de Lera fue uno de los fundadores de la Asociación Colegial de Escritores (ACE), colectivo que siempre mantuvo relaciones conflictivas con la SGAE. A diferencia de ésta, la ACE defendió posiciones políticas de izquierda, excepcionales precisamente por chocar frontalmente con el consenso de la CT. La combatividad de la ACE se refleja por ejemplo en 1981, cuando se solidarizó con el periodista Xavier Vinader -acusado de inducción al asesinato, al matar ETA a dos personas que salían en reportajes suyos en Interviú sobre la extrema derecha-, o cuando apoyaba las movilizaciones por “la paz, el desarme y la libertad”.

En cambio, la historia de la SGAE, como sólido pilar de la CT, oscila constantemente entre lo casposo y la alta política. Puede parecer paradójico cómo una organización acusada constantemente de clientelismo y derroche consiguió, renovando periódicamente aspectos más o menos laterales de su funcionamiento, convertirse rápidamente en un lobby arrollador a favor de la propiedad intelectual y, de rebote, en un imprescindible dispositivo de recuperación institucional. Nos dan muchas pistas las declaraciones de Teddy Bautista en 1989, en las antípodas de la figura del combativo Ángel María de Lera: “la SGAE no es un sindicato, sino una entidad administrativa de representación proporcional en la que los votos son como acciones”. La frase es mucho menos gratuita de lo que parece, ya que la SGAE, al retroalimentarse dando capacidad decisoria en sus estructuras sólo a quien tenía “acciones” (ingresos por derechos de autor), determinó en gran medida una escena cultural de carácter dócil, que huye de cualquier cuestionamiento de la CT, y totalmente sometida a los designios de la industria. Una escena cultural que que, salvo en situaciones desbordantes y excepcionales como el “No a la Guerra”, obvia cualquier tipo de conflicto.

César Rendueles planteaba en su imprescindible “Copiar, robar, mandar” cómo la industria cultural ha compartido con la especulación financiera (e inmobiliaria) rasgos de lo que la tradición marxista ha llamado “capital ficticio”. La legitimidad de ese capital ficticio se basa, según esa tradición, en las expectativas de ser validado por futuras actividades productivas. Al igual que el alza artificial de los precios de la vivienda se ha traducido, por la especulación, en una situación dramática por las ahora inasumibles hipotecas, la especulación cultural genera durante la CT enormes cantidades de dinero. Esto es gracias a que la sociedad asumió que mercados como el de la industria del disco comercializara CDs al 300% de su precio real. Toda esa enorme cantidad de dinero en royalties y derechos de autor consolidaron un modelo, en el que la SGAE pudo comportarse como un verdadero Ministerio de Cultura en la sombra. La SGAE ha fomentado un único modelo cultural y de propiedad intelectual, modelo que estalla en la actualidad al igual que la burbuja inmobiliaria. Internet y la decisión de sus usuarios de compartir masivamente contenidos hizo una parte del trabajo; la rueda particular (¿recuerdan 1978?) de Teddy Bautista y su entramado societario, y el próximo fin del pago indiscriminado del canon digital ha hecho el resto.

Parece mentira cómo al cabo de los años, una de las máximas exponentes de la CT, como lo es Alaska, fue de las primeras en hacer chirriar la maquinaria especulativa de la industria musical y de la SGAE: Olvido Gara hizo en el 2003 unas declaraciones hablando de la piratería3, denunciado que “los precios [de los CDs] se podrían bajar y todo el mundo seguiría ganando dinero” y que “como artista y autora, soy la menos perjudicada [por la piratería], ya que las ganancias de un músico por disco vendido rondan el euro por ejemplar”, además de “no entender ni soportar el discurso policial de la SGAE”. La inquebrantable popularidad de Alaska impidió su condena al ostracismo, pero se llegó a plantear incluso un veto a la venta de sus discos en tiendas como Madrid Rock. Una vez desactivada la cultura, el tardío conflicto de Alaska refleja como la industria y las entidades de gestión exigían que nadie cuestionara su modelo y sus siempre boyantes beneficios, después de haber ayudado a hacer el trabajo sucio al Estado.

Puede parecer poco emocionante o poco esclarecedora la conclusión de que fue el dinero lo que contribuyó de manera determinante a desactivar la cultura resistencialista y/o de izquierda, en ámbitos tan diversos como la música, el teatro, el cine… pero es que la SGAE históricamente ha manejado el equivalente a un tercio del presupuesto de los sucesivos Ministerios de Cultura. Y gestionó ese dinero muy bien, en favor de intereses corporativos e institucionales siempre convergentes. La SGAE asumió el papel de poli malo en la recaudación de derechos de autor, mientras mantenía adormecida y contenta a una selecta casta de autores al proporcionarles elevados ingresos, mientras en paralelo realizaba en la instituciones su trabajo de lobby. Su trabajo en la sombra fue exitoso, y consiguió el objetivo de implantar y sostener un modelo concreto de propiedad intelectual y derechos de autor, de corte especulativo y no centrado en la protección y derechos sociales para la mayoría de los autores, cosa que facilitó la cultura que precisamente le interesaba más a la CT: un cultura post-franquista -pafraseando a Kiko Amat- servil, elitista, estéril y clientelar.

Fuente original: Un Ministerio de Cultura en la sombra: SGAE, propiedad intelectual y CT – I | ¿Por qué Marx no habló de copyright?.

 

Etiquetado con:

Artículos relacionados